Durante al menos 24 horas, rechacé lo que casi todos los
portales informativos vinculados al poder hegemónico, internacionales y locales, ofrecían bajo
títulos espectaculares, por intuir su estilo. El video en cuestión: imágenes
tomadas desde un automóvil circulando en una ruta, de la caída de un avión
“cargo” (anglicismo por “de carga”), en las cercanías de Kabul, Afganistán, en
el cual la totalidad de su tripulación (8 personas), falleció. Finalmente,
preparando esta nota, resolví mirar y juzgar. Lo que vi, tristemente confirmó
la intuición. Las imágenes muestran un enorme avión realizar extraños virajes y comenzar un violento
tirabuzón de descenso que culmina en su derrumbe cerca de la carretera, con inmensa
explosión. Escasos segundos de una tragedia completamente espantosa.
Es necesario preguntarse por el sentido y valor informativo de estas imágenes. No cabe
duda que para los investigadores de las razones del accidente, este material
pueda ser una muy valiosa ayuda ¿Pero qué aporta al público en general? Una
ocasión privilegiada para ejercitar el morbo
y regar con una gota más el proceso de deshumanización de “la noticia”.
Punto.
Las 8 personas que fallecieron en el accidente de marras,
para los grandes medios son nada más que un dato que exacerba el dramatismo de
los escasos segundos de imágenes catastróficas, que constituyen el único centro
de atención. El foco está en la espectacularidad de la imagen y no en los 8
seres humanos que están detrás de las imágenes, como presencias necesarias (sin
muerte no hay morbo) pero irrelevantes e ignoradas. Tan ignoradas que se
olvidan por completo algunos derechos muy
básicos. En tiempos en que la legislación internacional vive un proceso de
expansión de leyes de habeas data o
protección de datos individuales, algo tan tremendo y evidentemente reservado
como las imágenes de los últimos instantes de vida de 8 personas, circulan en
el mundo entero en primer plano. No es tremendismo, sino estricta lógica,
imaginar a algún hijo de los 8 tripulantes viendo en Internet o TV cómo murió su papá. O escuchando los
comentarios de sus amigos sobre las imágenes. Y viéndolas una y otra vez
durante 48 horas, hasta que las imágenes y “la noticia” desaparecen por
completo. Y el papá ya no importa más.
En realidad nunca importó. Importaba la imagen espectacular
y verídica, con muertes certificadas. Pero la persona que murió, no interesa. Como
no importan sus hijos, esos que crecerán teniendo como imagen de sus padres los
recuerdos íntimos, algunos datos de su trayectoria como trabajadores de la
industria del transporte aéreo, y la imborrable imagen de la caída de su avión
¿Qué consecuencias podría tener sobre el desarrollo psicológico de un tal hijo
esta manipulación del morbo colectivo? Imposibles de predecir. Un acto ya no de
dignidad o de ética profesional, sino de decencia mínima, como el detenerse a
pensar en los efectos de la circulación masiva de esas imágenes sobre las
familias de las víctimas, seguramente habría conducido a no difundirlas
masivamente, que nada de relevante aportan al colectivo y a algunos seres humanos les refriegan su
tragedia en el rostro.
Se dirá, a modo de excusa, que nunca falta un idiota
dispuesto a subir cualquier contenido a sitios como YouTube, donde cualquier
internauta puede verlo. Pero puede verlo si lo busca y cuando lo busque. El que
los portales informativos lo pongan en primer plano hacen que casi todo el
mundo lo vea, aunque no lo busque. La actitud de los medios transforma el contenido morboso que algún idiota podría
poner a disposición de algunos perturbados , en una presencia abrumadora en todo el mundo,
a la que hay que evitar expresa y esforzadamente. Transforma la excepción
morbosa en imposición global. Hace de lo lindante en la patología, un elemento esencial
y troncal del discurso dominante: la
contemplación de la tragedia del otro, ese otro que es sujeto omitido,
usado y completamente descartable. En la “civilización occidental y cristiana”,
hipotéticamente basada en la noción del “amor al prójimo”, “el otro” es una
no-persona, mero relleno del avión que explota, del barrio que se inunda o del
edificio que arde en llamas.
Si “el otro”, ese trabajador esa persona como Ud. y como yo,
querido lector, fuera considerado ya no un “prójimo” sino apenas una persona, “la
noticia” hegemónica, siempre fugaz, parcial, flechada, descontextualizada,
descarnada, idiotizante, regada de verdades a medias, frivolidades y vaticinios
pseudo-expertos, sería una especie en riesgo de extinción.
Personas son, en el discurso hegemónico, una monarca que
abdica en favor de su hijo. Una modelo que se desintoxica. Un cantante que
publica en twitter una frase ofensiva. Un futbolista que una vez mordió. No los trabajadores. Ni siquiera el 1 de mayo,
vale enfatizar. No importa el momento, no importa el contexto, la concatenación
con otros datos y hechos, ni el
confrontar seriamente- sin desvirtuar- los discursos alternativos o el sopesar
las consecuencias de “la noticia”.
Y sobre todo, poco y nada importa el trabajador, el
protagonista cotidiano de la Historia, el hacedor de sociedades por encima y
más allá de reyes, papas y patrones. Trabajador que debe ser no-persona para que
la anestesia de morbo y frivolidad pueda inyectarse en abundantes dosis.
Trabajador que debe ser no- persona, para poder explotarlo sin remordimiento.
Los contenidos que vemos en los medios hegemónicos, incluso
en pocos segundos de imágenes catastróficas, es el más veraz manifiesto de la
filosofía y reglas operativas del sistema, al que sostienen, moldean y decoran,
con la enajenación y alienación de las grandes masas como fin.
Tanto así, que la imagen, hipotéticamente propiedad del protagonista o retratado, es exclusiva y
plenamente, vehículo privilegiado del discurso del poder.
Tanto así, que no hay cambios reales y profundos en ninguna
sociedad que no alteren sustancialmente quién decide qué imágenes se hacen masivas.
Revolución es cambiar la estructura y relación de poder en
una sociedad. No se puede transmitir “en vivo y en directo” ningún proceso
revolucionario o de profunda democratización en la misma pantalla que sirvió
por décadas al poder establecido, lo edulcoró, protegió y defendió agresivamente en los momentos de mayor tensión.
La imagen, el derecho a hacerla masiva, su hegemonía y
contralor, no son cuestión tecnológica ni jurídica. Son una de las mayores
cuestiones políticas. No se trata de Internet o broadcasting tradicional,
medios virtuales o en papel. La tecnología poco a poco ha llevado a un mismo
medio de transporte a la inmensa mayoría de los contenidos, pero no determina
quién tiene derecho a generar y decidir lo que se transporta. La discusión
jurídica o legislativa puede pautar los
marcos adecuados para dirimir quiénes son estos privilegiados actores y bajo
qué reglas deben operar. Pero la decisión de a qué actores y proyectos se le abren
las puertas y se deja pasar, en el plano tecnológico, jurídico, cultural o
económico, es una decisión política.
Porque se trata del poder. Se trata de la imagen y su
sentido. Se trata de que o bien todos somos personas o bien algunos privilegiados son personas y
otros, las no-personas necesarias para rellenar la tragedia y aumentar la plusvalía,
sujetos eternamente omitidos en la narración dominante de la Historia.
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