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sábado, 22 de septiembre de 2012

Cuando las teclas laten. Gonzalo Perera ( Número 200 de EL POPULAR)




El Profesor Ocampo paraba su bicicleta en la esquina de mi casa, con palillos de ropa cuidando sus pantalones de los rigores de la cadena, a menudo para  conversar y discutir con mi viejo. Papá era un  socialista frugonista  de origen, devenido para ese entonces democristiano. Que luego fuera una de los tantos votantes itinerantes dentro de las diversas listas del FA, pero sin irse jamás fuera del Frente. A veces coincidían en su diálogo esquinero, otras tantas se trenzaban en discusiones filosóficas. Ocampo era comunista y mi viejo, un católico del Concilio Vaticano II. Discutieran o concordaran, el respeto intelectual de mi viejo hacia Ocampo era inmenso, tanto como docente de Matemática, tarea en la que eran colegas en mi Rocha natal, como a nivel humano, personal, como militante social y pensador. En las manos de Ocampo, llegaba a mi casa EL POPULAR, para horror de mi vieja, por ese entonces wilsonista. Pero que- justo es decirlo- nunca impidió a nadie- ni a mí que era apenas un niño por ese entonces- que lo leyera libremente.

Para mi ojos infantiles, EL POPULAR era el diario extraño. No lo traía el canillita, sino un destacado profesor de Matemática del liceo del pueblo. Trataba todo tipo de temas, pero de manera muy distinta a los demás diarios, que por ese entonces no inquietaban a mi vieja y hartaban a mi viejo. Por ejemplo, en EL POPULAR aparecían fotos de Fidel, o de Seregni, o de Allende. Cuando mi vieja repetía espantada “qué barbaridad, qué atropello…” ante el salvaje bombardeo al Palacio de la Moneda que en blanco y negro se dibujaba en a vieja TV Punktal, yo sabía perfectamente bien quién era el señor que estaba siendo martirizado en ese momento. Lo había visto muchas veces en EL POPULAR.

La cigarra, según María Elena Walsh, pese a tantas veces que la han matado, sigue cantando al sol. A EL POPULAR lo quisieron matar las balas asesinas y las botas torturadoras. Debió pasar mucho más de un año bajo la tierra. Debió mutar.

Cuando la vieja me vio con “La Hora” en la mano, me dijo…”¡Pero esto es EL POPULAR!” No lo era y sí lo era. Habían cambiado muchas cosas, otras no. Por lo pronto, más allá de si era o no era el mismo medio, a mi vieja ya no le inquietaba. Para ese entonces mi vieja ya era votante frenteamplista, condición que se tomó tan en serio, que cuando veía en la pantalla de una TV ya en colores a Lacalle o Sanguinetti (sus “favoritos“), así hablaran del tiempo, la boca de la vieja era un pororó. Vivía el frenteamplismo con apasionamiento blanco y yo mismo a veces le decía: “Pará, viejita, no es para tanto, no te calentés así que te va  a hacer mal”. Pero la vieja, ante algunos personajes, puteaba cual sargento búlgaro de caballería. La mismísima que-dialéctica pura- se embelezaba de ojos cerrados con  el perlado sonido de su amado piano, la misma que llenaba la casa de luz con una sonrisa resplandeciente de amor y alegría de vivir. La misma que enferma y quebrada por varias caídas, con una fuerza de voluntad que a nadie más le conocí, era capaz- no sé cómo- de tirarse al piso a jugar con sus nietas menores, mis dos hijas, llorando de la risa e ignorando por completo todo dolor.

A mi viejita me tocó cerrarle los ojos y presenciar su último suspiro, cuando se fue en paz a escuchar a Don  Ernesto Lecuona en primera fila, o a saciarse de Rachmaninov en vivo, vaya uno a saber.  Pero unos meses antes de irse de concierto, me tocó comenzar a llevarle EL POPULAR, el semanario, donde para ese entonces yo ya  estaba escribiendo. Lejos de molestarle, cuidadito  que se me  fuera a olvidar  llevárselo, que bien me lo iba a reclamar…

¿Qué tiene que ver Ocampo, mi vieja, y tanto intimismo con EL POPULAR? Todo. EL POPULAR ha conocido diversas épocas y modalidades. Pero es un manantial que por más cascotes que le han querido poner encima, nunca para de brotar y refrescar.

Porque EL POPULAR es un corazón grandote, enorme, es la bicicleta de Ocampo y la voluntad inquebrantable de mi vieja. EL POPULAR es sangre, demasiada, por cierto. Y es sudor, muchísimo sudor.. A lo largo de toda su historia. Es mucha modestia, pero también mucho compromiso y mucha identidad. Esa identidad que alborotaba a mi vieja en el 71 y la complacía al final de sus días. Esa identidad que hizo que aquel gurí rochense conociera a un Chicho Allende sonriente, en épocas de Unidad Popular a pleno.

Créame querido lector, que cuando se escribe en EL POPULAR las teclas pesan. Uno a esta altura ha escrito en varios medios. Pero ninguno tiene esta historia y este legado tan particular.

Aquí le aseguro que las teclas pesan. Porque hay que hacer sentir la voz obrera, que para otras voces sobran páginas  muy complacientes. Porque aquí las páginas las escudriñan esas presencias que no se ven. La seccional 20 en pleno. Peloduro, Arismendi, Massera, Enrique Rodríguez. Gentes de la cultura y el deporte, de los más diversos quehaceres. No todos de igual filiación, pero con un mismo sueño, lleno de colores, alegría, música, pan y rosas.

Aquí las teclas pesan. Me pesan. Porque aunque sean otros lo tiempos, los medios y las formas, siento que lo que yo escriba, Ocampo lo va a repartir en bicicleta por todo Rocha y mi vieja se va a espantar primero, para terminar reclamándolo a voz en cuello después.

Aunque pueda sonar animista y cuasi místico, creo que en EL POPULAR las tecas pesan porque son teclas que laten. Con alma obrera, laburante, sacrificada, heroica, pero también gozadora de la vida, de los pequeñas placeres del día a día.

Salud a todos los que lo hicieron posible en cada época, en cada momento. Salud y Gracias, por hacer posible que el sueño colectivo siga en pie y caminando. También les digo salud y gracias en primera persona, por ponerle corazón a mi teclado. Un corazón bien rojo, pasional, y lleno de vida. Corazón de pueblo, corazón obrero, corazón rebelde y testarudo. Corazón de Revolución, de esa que viene despacito y por las piedras, pero que viene y viene, prendida en la bicicleta de Ocampo, iluminando hasta el rincón más oscuro, como la enorme sonrisa de mi vieja.




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