A mis ya lejanos 16 años, poco antes de venirme a estudiar a
Montevideo, en mi Rocha natal, algunas publicaciones de diverso grado de
legalidad, que llegaban a mis manos por vías diversas, me venían advirtiendo que en el mar del
estudiantado uruguayo, el oleaje de rebeldía comenzaba a ser claramente
perceptible.
Y para un gurí que desde los 14 años hacía lo que podía para
ayudar a terminar con el suplicio cotidiano del país del autoritarismo,
barbarie e ignorancia, esa noticia fue un aliciente excepcional para desear
trasladarse a la capital a ser parte de aquella “movida” que se veía crecer de
manera gradual, perseverante, pero permanente.
En 1982, utilizando los resquicios legales abiertos por la
dictadura, había nacido la ASCEEP, Asociación Social y Cultural del Estudiantes
de la Enseñanza Pública, que comenzaba a unificar las reivindicaciones
estudiantiles. La ASCEEP coexistía con las clandestinas FEUU Y FES ( en
Universidad y Secundaria, respectivamente) , con un grado de armonía variable, hasta que en en 1984 se produjo por
fin la fusión que vio nacer a la ASCEEP-FEUU y ASCEEP-FES, sellando esa etapa
previa de maduración y unificación.
En el interín, amén de interminables discusiones sobre
preciosismos estratégicos y tácticos que hoy pueden parecer hasta difíciles de
entender, se trababan grandes núcleos de consenso y confluencias de esfuerzos,
no entre todos, pero sí entre enormes mayorías.
Si me disculpa el intimismo, querido lector, le comento que
apenas llegado a Montevideo, me integré a ASCEEP a nivel de enseñanza
secundaria y con 17 años recién estrenados, me tocó vivir la semana del
estudiante de 1983, que tuviera su clímax en la marcha del estudiante del 25 de
setiembre de 1983. 30 años atrás, tiempo más que suficiente como para aquilatar
debidamente aquellos gestos y aquellas consignas.
De muy conocida pluma, el himno de aquella marcha era fruto
del movimiento de murgas universitarias, riquísimo fenómeno de esos tempos y
convocaba de manera más que clara :
“Estudiante sal afuera, rompiendo la soledad, la noche se
hace día, sal afuera y lo verás”
Según dicen muchos, fuimos 80 mil jóvenes los que nos
terminamos conglomerando en el Franzini tras marchar por las calles de
Montevideo, ocupando hasta el último pastito de la cancha del tradicional
“tuerto”. Nos había precedido el enorme e
histórico 1 de mayo, y nos imbuía una
adrenalina única, propia de reconocerse parte de una misma historia aunque no
nos conociéramos las caras y las edades y procedencias fueran muy variadas.
Eramos muchos temores, ansiedades, esperanzas, muchísimo
temblores, rabias contenidas, muchas largas esperas que se juntaron para salir
afuera, rompiendo la soledad. Y se hacía obvio que la noche de la dictadura ya
se estaba haciendo día.
Poco antes, en el penúltimo gran empuje represivo de la
dictadura, cuando los decretos de agosto de 1983, había habido tanto represión
callejera a mansalva en frente a la sede de la Universidad como selectivo y
feroz ensañamiento con un muy activo núcleo de militantes de las UJC, entre los
cuales muchos estudiantes de la Facultad de Ingeniería.
Por ende, aún no era obvio cuándo terminaría esa etapa de la
lucha social y política y cuánto podría costar. Pero se palpaba en el ambiente
que ya se iba a acabar.
A mí me recuerdo en aquella marcha con algo de miedo, con
mucho de excitación, con ojos asombrados y casi extasiados por ver cuántos
éramos y como el grito de cada quien multiplicaba al contiguo.
Pero sobre todo, me recuerdo en el medio de una genuina
marea de rebeldía estudiantil, organizada, disciplinada, pero no por ello menos
rebelde sino más eficaz. Recuerdo el apoyo de los compañeros trabajadores
organizados, de la gente que salía a la calle a aplaudir, de los bocinazos de
los buses.
No éramos héroes, al menos ciertamente no lo era yo, pero
creo, con todo respeto, que la gran mayoría no estábamos allí por heroísmo.
Estábamos por algo mucho más simple y fuerte: por la esperanza en un mañana muy
diferente y por un agotador hastío con la realidad que vivíamos todos los días,
por no soportar más los pelitos cortos, las corbatas, las faldas reguladas, el
pensamiento recortado, las voces acalladas, la prepotencia, la burrada y la
violencia institucionalizadas.
Naturalmente había en
aquella marcha muchos pensares que iban más lejos, y que veían en aquellas
manifestaciones de masas avances decisivos en la trama de la lucha de clases en
el Uruguay de la época. Pero aún el más
sólido militante revolucionario del momento, estoy seguro que antes que nada
sentía un sol en el pecho al ver como la energía se multiplicaba de mano a
mano, de voz a voz, de rostro a rostro.
No éramos héroes. No fuimos ejemplares ni insólitos.
Hicimos, cada quien desde su nivel y responsabilidad, lo que resultaba
posible para ese momento y coyuntura.
Como lo sigue haciendo hoy la FEUU. Que atravesó la década
de la indiferencia, que capeó las dificultades que el acceso de la izquierda al
poder plantea a las organizaciones sociales, y que está allí, luchando con su
estilo y sus consignas, que no son ni mejore sin peores que los del 83 o 73,
sino simplemente diferentes y adaptados a otro lenguajes, otra cultura, otra
realidad societaria.
Aquel 25 de setiembre de 1983 me quedé con la sensación de
haber sido uno de los miles de temblores ( de excitación, de miedo, de
ansiedad, qué se yo…) que al unirse y sintetizarse, generaron un cimbronazo
político, que arrimó un poco más a la dictadura a su fin.
Sigue y seguirá habiendo temblores, que sintetizados, unidos
y organizados, se hacen cimbronazos. Así es y así debe seguir siendo, aún
cuando gobierne el FA, porque los cambios sociales no son tarea meramente
gubernamental sino ante todo societaria.
Sin militancia temblando y sacudiendo la agenda política, el
status quo termina por llevar las de ganar, gobierne quien gobierne.
Sin infantilismos, con adecuación al contexto y coyuntura,
el pueblo en la calle no es obstáculo de los cambios, sino su mayor garantía.
Por ello, y con muy especial recuerdo a tantos nombres
queridos que allí estuvieron y hoy ya no nos acompañan, un recuerdo cargado de
emoción a quienes protagonizaron, apoyaron o alentaron aquella marcha.
A todos los que hicieron posible que un simple temblorcito
de 17 años, en medio de una marea de decenas de miles de pares, se sintiera
parte de un cimbronazo y reforzara la
idea que la Historia no es acopio de eventos excepcionales, sino la acumulación
y construcción cotidiana que hace posible que, cada tanto algunos eventos notables
salgan afuera, venciendo la soledad, logrando que, por fin, la noche se haga
día.
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