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miércoles, 19 de diciembre de 2012

Algún angel andaba triste. Gonzalo Perera Ferrer ( a Cata Ferrer, 28/07/1925-20/11/2009)

Puesto a suponer su existencia, no ha de ser cosa fácil la vida del ángel. Ser etéreo e incorpóreo, tiene que, sin embargo, cargar sendas alas sobre sus espaldas. Evidentemente el Supremo los creó en sus primeros actos de divinidad, cuando aún exploraba en el diseño de sus criaturas, sin el savoir faire que lega una eternidad de ejercicio.

Según las Escrituras los ángeles han estado secularmente en contacto con los humanos, presenciando y compartiendo toda su gama de emociones. Llevando justicia y castigo, anunciando alumbramientos imposibles, aconsejando y protegiendo, consolando. Sería harto imposible, puesto a suponer que existan, que seres singularmente inteligentes y sensibles, no se hubieran impregnado de al menos algunas gotas de humanidad. De la capacidad de experimentar alguna virazón de semblante y temperamento, según los aconteceres mundanos y celestiales.

Más de un poeta ha referido a los momentos cuando los ángeles lloran. Puesto a suponer que existen, es cosa segura que deben llorar ¿Cómo no hacerlo ante los niños víctimas de matanzas desenfrenadas?¿Cómo no hacerlo ante la falta de comida de las pancitas hinchadas, frente a la obscenidad del despilfarro frívolo de algunos? ¿Cómo no hacerlo ante la guerra, el atropello, la esclavitud, el abuso, la violencia en el hogar? Todo ángel, de llevar sus alas bien puestas, en algún momento debe ceder alguna lágrima a la Humanidad a la que tanto ha acompañado, desde los mismos inicios, en  aquellas épocas en que el consumo de manzanas constituía tráfico ilegal.

Cata Ferrer tenia una voluntad indoblegable y absolutamente inverosímil. En sus últimos años, cargaba con una espalda completamente encorvada, numerosas fracturas,fruto de caídas varias, un infarto en su haber, una cirugía oncológica, dificultades auditivas severas, hipertensión crónica y otras sendas marcas del paso del tiempo. Apenas podía dormir muy poco y sólo podía hacerlo semisentada, quejándose en pleno sueño del dolor que le provocaba algún movimiento repentino, ya que no tenía costado donde recostarse donde no hubiera algo que ya se había quebrado y que por ende molestaba o dolía. Sin embargo, con todo ese caudal de adversidades, con los cuales no tengo duda que muchos-me incluyo- nos quejaríamos todo el santo día (y con todo derecho, además), Catita Ferrer, excepto los tres breves días de su convalecencia final, fue toda su vida un molinete. Con esos vencidos huesos y ese cuerpo tan cascoteado, algún espíritu enorme se mantenía aferrado  en su interior. Hacía mandados, caminaba, se preocupaba por su hijos, ayudaba a su compañero de toda la vida, conversaba con sus hermanas (y a veces se peleaba, también, que lo suyo era la pasión por la vida y la luz, hasta el exceso), carajeaba a voz en cuello cuando algunos líderes políticos asomaban en la tele, se ponía más nerviosa que todos los varones de la familia con los partidos de Nacional o Uruguay (y era perfectamente capaz de reclamar un penal en plena media cancha). Cata Ferrer, o Catita, o mamá, era una fuerza de la naturaleza, una pasión noble y desbordante que no obedecía las leyes de la mecánica ni de la termodinámica ¿En qué rincón de aquel cuerpito depositaba tanta energía, aparentemente siempre renovable? Nunca lo pude entender, simplemente lo disfruté, lo admiré y lo agradecí desde el fondo del corazón.

Pero además, Cata, Catita o mamá, tenía un arma secreta. En medio de la  situación menos propicia, incluyendo en repetidas ocasiones la cama de un hospital, ante la menor excusa desplegaba una enorme sonrisa. La mismísima que tenía cuando, joven, tras deslomarse trabajando entre la librería "Barlovento" y su casa, se iba a acostar con algún libro al que dedicaba todas las noches varias horas, previo regalar a su familia esa enorme y transparente  sonrisa, como si estuviera fresca como una lechuga y el día recién comenzara.  Y en la  Cata ya mayor, muy encorvada y machucada, ante las ocurrencias de sus nietas, su sonrisa se hacía una sonora y cristalina carcajada y de algún lado de ese espíritu enorme surgía algún sedante natural que le permitía tirarse al piso o hacer otros movimientos que objetivamente lucían imposibles. Y si sus oídos captaban con claridad algún viejo son cubano, o algún samba de tempo lento y cadencioso, si  yo le extendía las manos, dejaba lo que estuviera haciendo para bailar, mucho más ligera que lo que era de suponer,  con su enorme sonrisa resplandeciendo. La música era parte de la esencia de la vieja, la llevaba en los pies, en las caderas, en sus brazos, en su memoria muscular: a los 14, a los 34, a los 54 y a los 84 también. En su última noche, cuando ya todo estaba jugado, le canté despacito al oído alguna de sus melodías favoritas. Su última mirada fue parte de lo más parecido a una sonrisa que podía esbozar, llena de ternura, dulzura y aún en esos últimos trances, amor a la vida.

En tiempos que se postula el fin del mundo y cataclismos varios, a mí se me antoja suponer luces, colores, alegrías sobrenadando las penas. Se me antoja hoy que hay ángeles y que, a fuerza de costumbre y contagio, en algo se humanizaron.

Por eso  me parece que allá por diciembre del 2009, algún ángel se debía sentir triste, de alas caídas, sin ganas de volar a cumplir su tareas y deberes angelicales. Y de verlo literalmente ali-caído, el Supremo se debe haber conmovido  y pensó como podría levantarle el ánimo, como despertar la  adormecida alegría y el amor a cada instante de existencia en su criatura celestial. Y como  el Supremo todo lo ve, en alguna divina y rápida inspección por el planeta que más dolores le debe ocasionar, seguramente vió a aquella viejita encorvada, fracturada, tantas veces operada, internada, tirada en el piso a las carcajadas con sus nietas, o desplegando su sonrisa de par en par ante unos  simples pasillos de baile.

Algún ángel debía andar muy triste por aquel 20 de diciembre del 2009. Por eso el Supremo llamó a Cata, a Catita, a mi mamá. Para que le dijera a su ángel que  se dejara de historias, que levantara esas alas, que no se abrumara en sus dolores,  que hay mucho por volar cada día, que la vida es movimiento y empieza a cada instante y yo  hasta me jugaría alguna fichita a que a puro prepo lo hizo bailar algún clásico de Don Ernesto Lecuona. Hasta que por fin, a fuerza del encanto de la música y de su sonrisa resplandeciente,  logró contagiar al ángel la alegría que había perdido.

El 20 de diciembre del 2009 Cata, Catita, mi mamá se fue a poner un poco menos de orden y un poco mas de calor, pasión y ruidosa alegría en el cielo en el que siempre creyó. Y  el que, para albergarla a ella, es de estricta justicia que exista.

En la Tierra dejó, bien adentro de cada corazón de quienes la disfrutamos, una incomparable lección de pasión por la vida, tesón, entrega y amor incondicional.

A mi mamá estoy seguro que la llamaron para reanimar algún ángel bajoneado. Porque ella no era un ángel, sino algo mucho más increíble: una mujer de carne y hueso, enamorada de la vida, de la música, de la alegría, de la belleza, de su compañero de toda la vida, de sus hijos, de sus nietos y de sus coloridas y sonoras pasiones, la que no quebró ningún golpe ni ensombreció ningún dolor.

A veces me parece descubrir su sonrisa y su carcajada en las de sus nietas, mis hijas. Ahí siento el guiño que no veo y percibo una presencia que no necesito ver para saberla conmigo celebrarla.

Como hombre grande, como adulto, como padre, como persona que aprendió que la vergüenza se debe sentir por la injusticia y la violencia, pero jamás por el amor y la ternura, a tres años de que Cata; Catita, mamá, se haya mudado a las alturas  para andar reanimando ángeles, sólo le puedo decir dos palabras:

Gracias, mamá.




1 comentario:

  1. Emociona porque es en gran parte, la realidad de cada uno, es decir refleja en m,uchos aspectos lo que han sido nuestros padres. En fin, me sentí, que por momentos, era yo quien lo escribía. Gracias por compartir tus escritos!

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